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Lo que se viene

Criticar las utopías

A los 40 años y a través de su proceso artístico, Camilo Restrepo empezó a disfrutar la vida. Los años anteriores habían sido de puro sufrimiento, un dolor lo atravesaba siempre, a pesar de la coraza que se ponía para que nadie se diera cuenta de esto. Por eso es que ya no se cree esa frase de que para hacer arte hay que sufrir, aunque sus dibujos dan testimonio de que quizás, por el contrario, las prácticas artísticas sean una vía para sanar, para pensar la realidad o pensarse a sí mismo.

Para ser artista tampoco hay que saber dibujar

Al salir del colegio, Camilo no dudó en presentarse a Ingeniería Mecánica aunque cuando estaba terminando la carrera se había encarretó con el arte, específicamente con la pintura y la literatura; por eso, al empezar su práctica en Zipaquirá, lo que más disfrutaba eran las lecturas interminables en la casa que alquiló en el pueblo y los fines de semana en que salía a jugar tejo con los amigos de la fábrica. Esa experiencia le hizo darse cuenta de que él no quería trabajar en una empresa, sino hacer una especialización en literatura; por eso se metió a cuanto taller había en la Universidad de Antioquia, mientras terminaba el pregrado.

Faltando un mes para graduarse en 1995, junto con algunos amigos hizo un viaje que lo marcaría definitivamente. La travesía consistió en ir de mochileros por Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y Argentina; en esos dos meses lo acompañó un cuaderno donde tenía un diario de viaje y una camarita con la que descubrió su entusiasmo por la fotografía: empezó a hacer imágenes de todo lo pintoresco que veía, lo diferente a lo que él estaba acostumbrado.

Cuando volvió a Colombia, lo primero que hizo fue matricularse en la academia Yuruparí, graduarse y seguir con las fotos; fue dejando de lado un poco la idea de la literatura y del todo la de la mecánica, así que se dedicó a dar clases y a escribir sobre el tema.

“Como había estudiado ingeniería lo más seguro era meterme a la fotografía a través de la parte de química y física. Me convencí de que una fotografía era buena si lo que estaba al frente era fotogénico, bonito; no pensaba en otras variables del acto fotográfico, solo lo que estaba al frente”

No saber nada arte

En el 97, Camilo tuvo otro viaje que lo marcaría: se fue a Inglaterra a estudiar inglés y recorrió solo y en tren, por tres meses y medio, el viejo continente. Allá sí que tomó fotos: cuando llegó a Colombia reveló 40 rollos en blanco y negro y cuando las miró se dio cuenta que las postales que compraba en cualquier kiosco para mandar a su familia eran mucho mejores que las que él había tomado.

Por eso, quizás lo más importante de ese viaje fue el regreso, porque en ese momento comenzó a cuestionarse sobre otros elementos claves en la fotografía y mientras daba clases de técnica de fotografía en Yuruparí se dio cuenta de que, definitivamente, no sabía nada de arte.

Aún así, se presentó en el 98 a un concurso de fotografía en la Universidad EAFIT: al mirar sus fotos se daba cuenta de que la técnica era perfecta y por eso, le impresionó tanto que el primer puesto se lo llevaran unas imágenes que, a su criterio, estaban mal tomadas e incluso mal reveladas.

"¿Cómo se ganaba un premio una foto que no cumplía los parámetros estéticos? "

Ese día empezó a entender que lo que tenía en frente era importante para la fotografía, pero también la cámara y, sobre todo, la persona que estaba detrás. Eso era lo que realmente le imprimía fuerza a las imágenes. Su conclusión de nuevo fue que él no tenía idea de qué era el arte.

Por eso, comenzó una especialización en Estética con énfasis en ecología. Su tesis fue sobre fotografía e identidad. Allí, Camilo se dio cuenta de que las imágenes que aparecen en los documentos de identidad no eran simples objetos, sino que le servían a la gente para decir “yo soy yo” y que, además, tenían una carga afectiva muy importante, yanto que la gente las pega en las tumbas, las llevan en las billeteras, las maltrata si hay rompimiento amoroso e incluso las rezan.

El tema resultó tan interesante, que su ejercicio y reflexión alrededor de este tema, lo publicó la editorial EAFIT, junto con un ejercicio plástico: una especie de experimento sobre lo que pasaba con las imágenes cuando se pegaban en lugares inusuales como las tazas del sanitario.

La conclusión que para este momento llegaba a la mente de Camilo era que una foto no es solo los rayos de luz que dan a una película y que, además, “nosotros estamos entrenados a decir quién es este y quién este otro a través de las fotos”. Con esta reflexión, en 2002 hizo su primera exposición en la galería La Oficina, de Alberto sierra, en la cual exhibió las imágenes que encontró en el Cementerio San Pedro: fotos que eran como mediaciones entre la vida y la muerte, que mostraban cómo la identidad varía en el tiempo y luego va desapareciendo.

Después de esta experiencia, comenzó a dar clases en el Politécnico, la Universidad de Medellín, la Pontificia Bolivariana hasta que empezó en 2004 su Maestría en Estética y Arte. Ahí se dio cuenta de que ser profesor de cátedra no le alcanzaba para vivir y que debía hacer algo.

El show de Truman

Ahí fue donde su cariño por la fotografía adquirió otro rumbo. Un día en el que un par de amigos suyos se casaron, él decidió darles como regalo las fotos de ese matrimonio. Desde esa ocasión en el 2006 hasta el 2011, se dedicó a ser fotógrafo de bodas aunque, como dice “era muy aburridor porque era como estar en la peli de Truman show, todo era exactamente igual. Todos decían que querían ser diferentes, pero todo era repetitivo”. La ventaja, sin embargo, fue que este trabajó le permitió vivir solo y ser autónomo.

Los años pasaban pero Camilo no se quedaba quieto, sus exploraciones de la realidad a través de la fotografía continuaban y, con su trabajo, empezó a participar en convocatorias públicas en diferentes salones. Fue así como en 2011 estuvo nominado al Premio Luis Caballero, un punto de quiebre definitivo en su vida porque, aunque lo emocionaba profundamente ese reconocimiento al ser una de sus mayores aspiraciones, para él fue un desastre el montaje de la exposición que realizó.


Este montaje consistía en 780 fotos en tamaño real de bolsas usadas por consumidores de sacol. La idea surgió cuando, en 2008, el alcalde de Medellín en ese entonces, Alonso Salazar, creó una ley donde las ferreterías no podían vender sacol a los habitantes de calles; sin embargo, esta prohibición provocó que los jíbaros hicieran un negocio para venderlo al por mayor y distribuirlo en bolsas plásticas, lo cual, al ser aspirado por las personas, daba la impresión de ser un ventilador artificial que les permitía sobrevivir a la calle.

Camilo, a partir de esto, expuso las fotos y tenía 100 máquinas inhaladoras que inflaban dichas bolsas, para así mostrar la magnitud del problema. La idea sonaba muy bien, pero la persona que contrató para hacer la instalación no hizo bien su trabajo y Camilo tuvo una crisis profunda.

La pesadilla americana

Después de esta experiencia, Camilo llegó a otra conclusión: tenía la teoría sobre lo que era el arte, la Maestría le había arrojado conceptos, referentes y reflexiones, pero sentía que no pertenecía a la comunidad de artistas con la cual pudiera discutir sus trabajos, recibir comentarios para mejorar su obra y llenar los vacíos que sentía que aún tenía en sus propuestas. Todo esto, sumado a su crisis, le hizo pensar en que, quizás, salir del país podría darle más solidez a su trabajo.

Aplicó a la universidad, se presentó a la beca Fullbright y, después de hacer un gran esfuerzo para completar el dinero que le faltaba para poderse ir -pues la beca solo le daba 5000 dólares y la matrícula costaba 45000- , logró llegar a California Institute of the Arts, después de vender las obras que tenía.

Su elección fue casi una casualidad, porque lo que más quería no era aprender de técnica sino conocer y pertenecer a una comunidad de artistas y al leer una revista sobre arte, se dio cuenta que CalArts era ese lugar. Pero su sueño o el sueño americano se fue transformando en una pesadilla.

Al empezar a asistir a las clases se dio cuenta que no hablaba bien inglés y comenzó a sentirse aislado porque, además, vio que el sistema de enseñanza era muy distinto al que él estaba acostumbrado en Colombia, pues no recibía clases magistrales sino que todas las materias consistían en discutir y dialogar, entonces si no entendía lo que sus compañeros y profesores decían, tampoco podía participar.

"Resulté sin ver las clases que me interesaban por medio a hablar inglés, pero cuando el tiempo pasaba, me angustiaba más y me preguntaba: ¿para qué me vine a endeudarme, a perder lo que había construido en Colombia? Fue horrible, yo decía: ¡Hijueputa, por qué me vine para acá!”

Pararle bolas a la crisis

Aquí hay que hacer un alto en este capítulo estadounidense para regresar a Colombia y lo que pasó con la crisis que Camilo tuvo con el Premio Luis Caballero, pues después de la exposición que para él fue un desastre, no podía volver a escuchar nada relacionado con el Premio porque inmediatamente se ponía a llorar; así que Catalina, su pareja, le recomendó ir a terapia, pero también empezar un proceso de meditación y, aunque inicialmente empezó a ir a un psiquiatra se dio cuenta que esto no le ayudaba por lo que acordó con Catalina, que es psicóloga, hacer un proceso con ella y, después de unos meses, empezó a sentirse mejor.

No era la primera vez que Camilo iba a terapia, durante 15 años llevó un proceso de psicoanálisis para afrontar una angustia que siempre lo había acompañado. “El recuerdo de mi vida es que yo he sido una persona que ha sufrido mucho, con mucho miedo a equivocarme, a dar mi opinión, porque está sujeto a ser criticado, porque soy muy tímido”. Sin embargo, este medio terapéutico no lo ayudó mucho porque todo el tiempo que dedicó a buscar la razón por la cual se sentía así, no encontró ninguna herramienta para ir cambiando ciertos comportamientos y creencias que los estaban afectando.

“Era como perseguir la línea del horizonte, perderse el presente por esperar un futuro perfecto, dándose palazos en la espalda por el pasado. Pero esa línea se iba alejando y no llegaba el tiempo, y uno cae en la trampa de la neurosis porque todo puede ser mejor que lo que uno lo hace. No hay la aceptación del presente del acontecimiento que me dejara tranquilo”.

Porque aunque Camilo era becado por ser el mejor promedio en el pregrado, aunque le publicaron la tesis, aunque llegó a hacer parte de uno de los premios más importantes para el arte en Colombia, él seguía sintiéndose como "un güevón": culpable de los silencios a su alrededor, a pesar de que se desvivía por ser un buen conversador no lo lograba y se encerraba en una coraza con la cual la gente percibía que él era malaclase, “un hijueputa”. Por eso, cada vez más se protegía y refugiaba en ciertas actitudes donde no se sintiera tan vulnerable.

Todo este pasado que lo acompañaba y las dificultades que encontró en el Instituto, lo hicieron “caer en el hueco negro”. Durante su primer semestre en CalArts, no hubo noche en la que Camilo no llorara y en la que su cabeza se detuviera. “Me sentía mas güevon que nunca, no se me ocurría un trabajo para hacer”

Y ahora sí, volver a soñar

Todo el sufrimiento de esos meses no se quedó solo en lágrimas; Camilo empezó a dibujar en una libretica. Eran gritos de angustia. Lloraba y dibujaba. Una bomba roja ocupaba todo el espacio en su cabeza, era como un ruido que le estorbaba tanto que él solo quería deshacerse de él. Y eso hizo. La pintaba de rojo y la borraba, guardando el remanente del borrador, esos gusanitos rojos que más que un desperdicio, terminaban siendo más fuerte que el dibujo borrado; él se los pegaba a la bomba y hacía montículos de ese borrador.



“Era la ansiedad de quitar con violencia los pensamientos y ellos adquieren mucha fuerza. Me iba a enloquecer”.

Tanto así era que un día, hablando con Catalina, ella le dijo: “Vos te vas a matar. Yo conozco un psiquiatra que está allá; este es el teléfono, llámalo ya que él sabe”. Fue este desespero, el que hizo que Camilo le diera otra oportunidad a la psiquiatría, así que visitó al doctor quien, cuando lo escuchó, lo primero que le dijo fue que nunca había visto a una persona con una ansiedad tan grande, por lo que le recomendó unos ansiolíticos que lo hicieron sentir, por primera vez en casi toda su vida, tranquilo.

Camilo empezó a frecuentarlo y, durante este proceso por primera vez no se sintió juzgado y eso fue muy importante para él que, mientras pasaban los días, se iba sintiendo mejor con las conversaciones pero también con la medicación. Sin embargo, los dibujos con los que se desahogaba no se detuvieron; se iba al estudio a trabajar (porque en las clases seguía sin entender nada), y ya no trataba a toda costa con violencia de dejar de ser güevón, sino de aceptarlo.

Con el resultado de lo que plasmó en sus libretas ese año, Camilo hizo una exposición; se trataba de arrancar las hojas y mostrarlas, lo cual para él fue muy duro porque era mostrar su sufrimiento e, inicialmente, él no lo había hecho para mostrárselo a nadie. Sin embargo, se ingenió un trabajo que consistía en 28 pliegos de pael de 1.20 x 80, pegados a la pared y con líneas que él trataba de borrar; así cada que lo hacía, la mancha era más grande y el desperdicio mayor.

Se demoró mucho tiempo haciendo esa obra y, cuando la terminó, no solo se dio cuenta de que tenía los dedos llenos de ampollas de tanto borrar, y sino que estaba estetizando su dolor, vio que antes antes había trabajado con el dolor del otro y que, en ese momento, su vida era su creación artística.

Las etapas de la creación

Camilo dice que él no sabe dibujar y que, aunque sus dibujos eran unos “mamarrachos”, con ellos el dolor se comenzó a borrar. Fue un momento clave en la CalArts pero que no tuvo que ver con ninguna clase. Así, cada semestre significó una etapa fundamental para su vida. El primero fue de dolor en el que, como dice, cayó al hueco más hondo de su vida; luego las pastillas para la depresión y la ansiedad empezaron a actuar y el ver su trabajo en esa primera exposición allá, le permitió comenzar a transformar su percepción.

“Yo dije: tengo que desmantelarme a mí mismo, para volverme a rehacer”.

El segundo semestre fue de locura, todavía no sabía si iba a estar o no bien. Sin embargo, se concentró en el estudio, y empezó el proceso de intentar desmantelarse. Hacía ejercicios de escribir en la pared, integró las libretas en el espacio y el estudio se convirtió en algo muy parecido al interior de su cabeza. “Ese cuarto estaba sobrescrito; empecé a usar las manos y eso fue impresionante”. Camilo supo que no necesitaba aprender a dibujar perfectamente y ser igualmente un artista que dibuja.

Por esa época también entró a una clase de performance en la que el profesor logró crear un espacio donde cada uno podía hacer “lo que se diera la gana y no se sintiera juzgado”. Con todo esto, él sentía que iba encajando todas las fichas de su rompecabezas, así que se contactó con una curadora para hacer una exposición en el Banco de la República en Bogotá, y con esta poder cortar con una vida anterior.

Cuando se montó en el avión, después de estar en Colombia, gracias a un amigo que le pagó el tiquete a cambio de las fotos de su matrimonio, empezó un dibujo en una hoja, que fue creciendo y creciendo. Esa fue la primera vez que sintió que por fin estaba construyendo un espacio de tranquilidad mientras iba trabajando con arte. “Yo no sabía para dónde iba. Si eso que estaba haciendo no significaba ser artista sino artesano no importaba”.

El tercer semestre fue de descubrimiento. Aunque Camilo todavía se sentía muy frágil, estaba aprendiendo a construirse de otra manera; después de haber estado quebrado por tanto tiempo, se dedicó a pegar los pedacitos, intentando que el sufrimiento no fuera la parte más importante de mi vida. Fue así como hizo un dibujo de cinco metros de largo por dos por lado y lado que, para él, fue una experiencia muy sanadora.

Faltaba un semestre, el cuarto, el cual fue la consolidación de todo lo que venía pasando y haciendo. Camilo había creado un muñequito que era su alter ego (Moco’e Pavo), ya no tenía el afán de reconocimiento que lo angustiaba tanto antes en Colombia; empezó a hacer dibujos con los cuales aprendió a reírse de sí mismo:

“Hablaba de las obsesiones, de la mierda de sentirse una mierda y de los pensamientos obsesivos; era risible burlarme con cariño de la forma en que yo había vivido mi vida y cómo podía empezar a vivirla de nuevo. Ahí termina CalArts”.

Contra las utopías

Su proceso, entonces se volvió más personal, dejó de hacer trabajos referenciales a otras obras de arte y, después todo su encierro (pues en Estados Unidos no viajó, salió poco, no visitó ninguna galería) y “cacorro de ver gringos, dije: me voy a devolver a Colombia, lo peor que me puede pasar es tomar fotos de matrimonio”.


Así que regresó a su país y quince días después lo contactaron de una galería. Camilo no sabía quién lo estaba llamando pero aceptó hacer una exposición en un mes, así que empezó a trabajar en ella 15 horas diarias y le fue tan bien que al poco tiempo le ofrecieron trabajar allí y, hasta hoy, lo sigue haciendo. Se trata de la galería Steve Turnes, de Los Ángeles, California.


Ahora su trabajo y su mente están más claros y aunque, según dice, nunca ha aprendido académicamente a dibujar, en esa técnica basa su obra. En cuanto a temas, también definió cuáles son las dos líneas que marcan su trabajo: la crítica a la guerra contra las drogas y la crítica a la perfección del individuo.


"Nuestra violencia es por buscar una sociedad libre de vicios, nos bombardean diciendo que uno tiene que ser importante, hacer las cosas bien. Vivimos en una cultura de la falta, que uno no es lo suficientemente bueno o importante o relevante”.

Estas dos utopías, como dice, nos han hecho mucho daño, por eso mientras todavía estén tan presentes, Camilo seguirá reflexionando sobre ellas a través de sus obras, ya sean un dibujo o una obra de arte digital en la que vende aTonOfCoke.


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