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Lo que se viene

Educar para la libertad

¿Cómo contribuir a la formación de ciudadanos y no solo de recursos humanos? ¿Qué enfoques pedagógicos son más adecuados frente a los tiempos y los lugares donde se habita? ¿Qué no está brindando el sistema educativo a los niños, niñas y adolescentes? Estas preguntas han sido faros, guías para que los pedagogos puedan proponer salidas a los cuestionamientos que se le han venido haciendo a la educación. Uno de ellos señala que esta se ha enfocado, casi que exclusivamente, en el desarrollo del intelecto, dejando de lado el cultivo de otras habilidades cruciales para la vida personal, pero también en comunidad.


En Latinoamérica, estos cuestionamientos al sistema educativo no son nuevos. A principios del siglo XIX Simón Rodríguez, maestro del libertador Simón Bolívar, criticó la monarquía, las prácticas religiosas, culturales y económicas de la época, al advertir que el problema no era que el poder se concentrara en el rey sino en que no se gobernaba para el pueblo. Así, al reflexionar sobre sus propias condiciones de existencia y de su experiencia, Rodríguez se dio a la tarea de construir alternativas educativas para desplazar el sistema social dominante.


A este pedagogo de origen venezolano no solo se le conoce por ser uno de los inspiradores de la educación pública, sino también por su propuesta emancipadora que partía desde la formación y proponía, así como él mismo las hizo, lecturas críticas a la institucionalidad del gobierno colonial. Con estas ideas en mente, emprendió un proyecto de educación social y popular en Bolivia, que no fue viable, no por su impertinencia o falta de resultados sino porque Rodríguez fue duramente censurado y acusado de "herejía, ateísmo, impiedad, francmasonismo, inmoralidad, libertinaje".


“Instruir no es educar; educar implica desobediencia y emancipación para hacer, para entender, para proponer, para cambiar”. Simón Rodríguez


Más de un siglo después estos pensamientos seguirían teniendo eco en los pensadores latinoamericanos quienes, como en el caso de Paulo Freire, se convertirían en inspiradores para la aplicación de lo que se llamó pedagogía del oprimido o educación para la liberación.



En el caso del pedagogo brasileño, la reflexión que daría paso a sus ideas nació de la posibilidad que desde niño tuvo de observar la realidad de su país, especialmente en la ruralidad donde las personas estaban marginadas del proceso social, político y económico (y así como Rodríguez, Freire fue acusado por la oligarquía y por ciertos sectores de la Iglesia de agitador político y tuvo que exiliarse). Esta mirada crítica sobre su contexto lo llevó a afirmar que el acto educativo no puede consistir en una transmisión de conocimientos, sino que deber ser “el goce de la construcción de un mundo común”, donde el objetivo sea lograr una pedagogía humanista en la que las personas puedan reflexionar sobre las prácticas de opresión para luego comprometerse con su transformación, al saberse no solo espectadores, sino actores de su propia historia.


Todas estas propuestas conciben la educación como un proceso cuyo fin no es que las personas se adapten al mundo, en esa medida es importante no promover la pasividad ni negar aquello de lo humano que no se reduce solo al intelecto o a acumular conocimientos. Para Freire, se debería cambiar la educación que él llamó bancaria pero también, como lo dice Mario Kaplún, aquella con énfasis en los efectos, es decir, el modelo que bajo la directriz de algunos países del norte se ha implementado en el sur, al considerarlo ideal para superar la miseria pero que, realmente, no pasa por el fomento de la reflexión y el análisis.


Este último modelo surgió, como lo dice Kaplún, pensado en que “la solución para la pobreza en que se hallaban sumidos nuestros países «atrasados e ignorantes» era la modernización y multiplicar la producción y lograr un rápido y fuerte aumento de los índices de productividad” (para saber más sobre estos aspectos puedes leer el artículo Desigualdad económica en la era digital). Por eso, era clave no la mera transmisión de datos o información, sino el poder convencer y condicionar al individuo, para que adoptara una nueva conducta propuesta, es decir, aquella que consistía en adoptar ciertas formas de pensar, sentir y actuar, desde la creencia de que estas permitirían aumentar la productividad y, por ende, que las personas elevarían sus niveles de vida.


Sin embargo, ese modelo deja muchos aspectos de lado pues, además, no considera muchas de las particularidades del contexto latinoamericano y, no se piensa tampoco en aspectos fundamentales como la inequidad o los conflictos de estos países. En ese sentido, como dice la pedagoga Vanesa Acosta (ver entrevista), el desafío en países como Colombia sigue siendo “pensar la educación en contexto”.



Ahora, apuestas como la de la educación popular o la de las pedagogías críticas, señalan, por ejemplo, la necesidad de profundizar el análisis en torno a las relaciones de poder desde los ámbitos formales o no formales de la formación para así “derrumbar mitos represivos o patriarcales que han naturalizado el ejercicio del poder y la dominación”, como lo plantean las investigadoras Ángela Garcés-Montoya y Gladys Lucía Acosta-Valencia.


De igual manera, este enfoque se preocupa de la interacción entre la gente y su realidad, a partir del diálogo como lugar de encuentro y de reconocimiento de sí mismo y del otro y, por último, del desarrollo de las capacidades intelectuales y de la conciencia social de las personas para la transformación de la sociedad. Por eso, debe ser una educación problematizadora que se piense como un proceso de acción-reflexión-acción que el sujeto hace desde su realidad junto con los demás.

Lo que importa aquí es que las personas aprendan a aprender; y se aprende lo que se vive, lo que se recrea, lo que se reinventa y no lo que simplemente se lee y se escucha.


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