Por el derecho a la ciudad
La posibilidad de imaginar la ciudad
A raíz de la pandemia de COVID-19 y las restricciones al movimiento derivadas de los confinamientos, el distanciamiento social y demás medidas para frenar el avance del virus, cambió la relación de los ciudadanos con sus calles, espacios públicos e instalaciones. Aunque poco a poco se ha retomado la visita a estos espacios, es clave que justo en este momento en el que la privatización va alcanzando más lugares, se pueda hablar de la reivindicación del derecho a la ciudad.
Este concepto se popularizó con el libro El derecho a la ciudad de Henri Lefebvre en 1967; la idea de este filósofo era reclamar el rol que tienen los ciudadanos en las decisiones sobre el territorio que habitan; todo esto como parte de una lucha contra el neoliberalismo que, cada vez más, encuentra estrategias para apropiarse de los sitios que son percibidos, practicados, vividos e imaginados y ejercer su hegemonía sobre ellos.
Sin embargo, el concepto es vigente pues hoy los ciudadanos, como en el caso colombiano, reclaman una mayor injerencia en la definición de las políticas públicas urbanas que los afectan, preocupados -entre otros- por la gentrificación o la degradación ambiental que ven y viven en carne propia en el día a día.
Contra la despolitización del espacio
El espacio público no se entiende solamente como un lugar físico y vacío desprovisto de significados; en la ciudades, especialmente, este se convierte en un escenario para las interacciones, en el cual tiene un sitio la diversidad, la pluralidad y la intersubjetividad; además, donde se da la posibilidad del ejercicio de la ciudadanía.
El filósofo Jean Marc Besse afirma en su libro Habitar, que “parece necesario saber dónde estamos para saber quiénes somos, como si ambas cosas fueran de la mano”, en esa línea se vuelve clave reivindicar el derecho a la ciudad como el lugar donde se construye la identidad y como el llamado a que el colectivo pueda imaginar la ciudad en la que vive, porque el ser humano realmente habita un lugar cuando lo interviene.
Así, si apareciera la pregunta sobre qué es una ciudad, entonces la respuesta no podría limitarse al territorio solamente, sino a cómo los seres humanos construyen sus relaciones con el lugar, los objetos que están en él y las personas que lo atraviesan; la urbe sería el resultado de las constantes luchas e interacciones de sus habitantes, quienes construyen historias, significados y experiencias, a partir de sus intervenciones en el espacio.
Entonces, si el espacio es tan importante para la vida de las personas, ¿qué pasa cuando el capital financiero irrumpe y se apropia de todos los lugares imponiendo sus dinámicas de producción consumo y acumulación? La respuesta es larga, pero en resumen, se refuerzan los mecanismos de segregación espacial que llevan a que la experiencia de la urbe se empobrezca, que se limite la participación democrática sobre la ciudad y que el encuentro -la construcción de lo común con los demás- se restrinjan y se dificulten para la mayoría de los habitantes.
En Colombia y en el mundo los movimientos sociales han sido quienes principalmente han retomado el derecho a la ciudad. Para la socióloga urbana francesa, Laurence Costes, este hecho es una posibilidad para crear espacios políticos y democratizar las decisiones sobre lo público; por esto, la reivindicación de los territorios se convierte, a su vez, en una forma de resistencia que permite expresar la diversidad de la experiencias de los sujetos y sus propias luchas, incluida, la que tiene que ver con la superación del neoliberalismo, como lo propuso David Harvey.
Estas maneras de intervenir en el espacio se convierten en resistencias frente a la estrategia del urbanismo moderno de mercantilizar la vida urbana y cuya consecuencia es quitarle a la ciudad su característica de ser una obra que se construye socialmente, pues si toda la urbe es pensada en término de consumo, se produce una enajenación del sujeto frente al lugar que este y los demás habitan.
Recuperar la ciudad como bien común
Para Harvey son las prácticas ciudadanas insurgentes las que pueden convertir en una realidad la utopía de habitar la ciudad, y hace énfasis precisamente en el término de práctica, ya que el concepto de derecho a la ciudad no puede seguir siendo solo una discusión entre académicos.
El derecho a la ciudad tiene que plantearse, no como un derecho a lo que ya existe, sino como un derecho a reconstruir y recrear la ciudad como un cuerpo político que erradique la pobreza y la desigualdad social y que cure las heridas de la desastrosa degradación medioambiental
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